Aprendiendo a (no) conducir
Esa coach de manejo era la encarnación de Reptilio. Con un resoplido me cedió el lugar del piloto. “¿Cuáles son sus puntos ciegos?”, preguntó con el tono más “te odio, hay 47 cosas que preferiría estar haciendo en lugar de esto, escuincla estúpida” que hayan escuchado.
Yo no sabía cuáles eran mis puntos ciegos, me limité a apretar el volante con fuerza, temiendo el momento en el que ese ser peleado con la vida me indicara que debía dar marcha al auto. Permanecí en silencio, aguardando la respuesta correcta por varios minutos, mismos que ella esperó y esperó, transpirando y mostrándome de vez en vez su lengua bífida.
Yo tenía dieciséis años y no estaba lista (ni estoy) para conducir un vehículo.
Logré terminar mi primer curso de manejo sin que Reptilio me torciera el pescuezo. Unos meses después del curso, mamá me pidió que sacara el auto y choqué contra la puerta del garage. Cuando el portón se cayó del chingadazo, se arrancaba los cabellos gritando “¡animal!, ¡animal!”. Debut y despedida.
Muchos años después, mi querida amiga Julieta me ofreció su histórica Caribe. Ella se iría a vivir al Reino Unido y yo me dije “¿por qué no? ha pasado mucho tiempo desde que tiré la puerta, estoy lista para hacerlo mejor”. Llamé a un amigo con atole en las venas para que me ayudara a practicar con el auto, nos dimos unas vueltas por el barrio, le pareció que más o menos podía operarlo sin ponerme en riesgo ni herir a otras personas y me dio por aprobada. Qué profesor tan barco.
Conduje la Caribe unas cuantas veces, lo más común era que mi novio de aquel entonces la manejara. Nos fuimos de vacaciones y este caballero le prestó mi automóvil a su hermano, quien en nuestra ausencia se metió en problemas y con la tarjeta de circulación aún a nombre de la mamá de mi amiga, se armó la revolución en casa de la pobre Julieta. Con la historia de la Caribe volví a dar terminada mi relación con los vehículos.
En aquel entonces no existían Uber ni Didi, así que andaba en transporte público y coleccionaba tarjetas de sitios de taxi de toda la Ciudad de México. Las noches lluviosas siempre resultaban complicadas, lo siguen siendo hoy, cuando en horas de mucha demanda paso por todas las aplicaciones y ni un patín del diablo se apiada.
Volvieron a pasar los años. Mi entonces pareja, muy ducho en la artes investigatorias, buscó información en algunas fuentes especializadas y concluyó que tenía amaxofobia. A partir de ese momento todo se volvió diáfano. Mi limitación tenía un nombre, eso me confortó. Descubrí que mucha gente alrededor del mundo por una u otra razón no económica, no maneja (Ricky Gervais, Ed Sheeran, Barbra Streisand, Charlie Watts, solo por mencionar algunas caras conocidas). Total, me solacé en el diagnóstico por un rato.
Un buen día, mi madre sugirió que le comprara su auto, “voy a cambiar de coche, me gustaría que tú lo conserves, págamelo de a poco, acá te lo guardo hasta que estés lista.” No muy convencida dije sí, compré un seguro y busqué una escuela de manejo especializada en amaxofóbicos para tomar el enésimo curso de mi vida.
Esperaba encontrarme con Reptilio de nuevo, pero me topé con el señor Miyagi. Él me entrenó con toda la paciencia y el cariño en un auto con asientos y cinturones de F1, dos volantes y dos pares de pedales. Una joya del manejo defensivo.
Miyagi me informó que él me enseñaría el placer de conducir, en lo cual nos afanamos durante varios meses (porque los cursos para amaxofóbicos duran meses, no días, como con los cafres regulares). En cierto punto logré abrirme paso por el tránsito sin llorar, vomitar, gritar o tener ataques de pánico. Aprendí las rutas básicas para el trabajo, el súper, el banco, la casa (échate ese trompo a la uña, Reptilio), pero nunca logré disfrutar la experiencia a pesar de los esfuerzos de mi maestro.
El último módulo del curso lo dedicaríamos a practicar en mi propio vehículo. Entonces el automóvil fue robado. Apareció unas semanas después, le habían quitado cada refacción, tuerca, tornillo, resorte y trozo de vestidura posible. Con un tremendo alivio cobré el seguro y me lo gasté en pinos aromatizantes para rendirle homenaje a Julieta, Reptilio, Miyagi y Barbra Streisand.
Hace poco, mi esposo empezó con síntomas de un choque anafiláctico y tuvimos que salir a toda pastilla hacia el hospital más cercano. Ocurrió en la madrugada, el Uber más cercano tardaría más de 10 minutos en llegar, demasiado tiempo para salvar su vida. Él mismo condujo su vehículo hasta urgencias, conmigo en el asiento del copiloto sintiéndome chinche por no saber conducir.
Y es que pinitos aromatizantes hay de muchos colores.