Calcetines habaneros

Karla Paniagua R.
5 min readFeb 22, 2021

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No nos habíamos visto desde aquella vez que de tanto besarnos, la boca me quedó como si me hubiera comido una piña con todo y la cáscara. Me fui dejándolo ahí, recostado en la cama y con los calcetines puestos: ese detalle debió decírmelo todo, pero fui ciega y la vida tuvo que zarandearme para que entendiera el mensaje.

Pasaron los años, envejecimos lo suficiente como para superar el bache, quedamos de vernos para ponernos al día y llegué a Merotoro armada con unos Miu Miu de última temporada y un wrap dress que decía “soy una party monster, ten cuidado conmigo”, según yo.

Él llegó en su Mercedes Benz con interiores de piel (en general no le presto atención a los autos, pero no paró de hablar del suyo durante la cena), nos afanamos en hacer un resumen de cómo habíamos logrado convertirnos en flamantes profesionales, él al frente de un despacho especializado en servicios logísticos para personas cubanas radicadas en Miami, yo colaborando como asistente diplomática en la Embajada de Chile.

Propuso continuar con unos tragos en la Xampañería, dije que sí. Cuando nos pusimos de pie para salir, noté que era más bajo de estatura de lo que recordaba.

Al llegar al bar colgué mi bolso en un ganchito oculto bajo la mesa. El sitio estaba lleno, mientras charlábamos nos fuimos acercando cada vez más. Recordé cuando nos conocimos, me imaginé lamiendo ese precioso lunar del cual me había enamorado cuando era adolescente; recordé esos tiempos en los que mi mamá me quitaba el teléfono para que no pudiera llamarle. Haciendo cuentas, llevábamos años entre idas y venidas sin concretar algo… ¿y si era ahí?

Cuando pedimos la cuenta, abrí mi bolso y noté que me habían robado el celular, un iPhone de última generación que acababan de darme en el trabajo.

Obviaré lo relativo al desconcierto, la rabia y la desazón. Calcetines pagó la cuenta y me llevó a casa, anunciando que esa misma semana me enviaría un celular de repuesto a la oficina e invitándome a salir otro día.

Ya en mi casa, ubiqué el celular robado (camino a Puebla, él, tan independiente), lo borré, realicé los reportes correspondientes, me culpé por no notar que la pareja que se había sentado a nuestro lado en el bar estaba a pocos centímetros del ganchito donde colgué mi bolso, saqué a las perras al baño y me fui a dormir muy enfurruñada.

Dejé pasar un par de días y el teléfono de cortesía no llegó, “¿por qué estoy esperando a que este cuate me regale un teléfono?”, me dije. Esa misma semana hice efectivo el seguro y ahí voy de nuevo, toda esplendorosa y fragante, esta vez a cenar a Belmondo con un bolso Fendi que haría enojar mucho a PETA, un vestido que decía “no me gustas tanto, pero estoy aquí para que los demás me vean” y unos zapatos tan altos que no sé cómo me atreví a andar con ellos sin seguro de gastos médicos mayores.

Y ahí, sentados frente a frente, me cantó su gran propuesta.

— ¿Te gustaría irte de compras a Miami y luego de vacaciones a Varadero? — Así comenzó el speech de ventas; me explicó que yo iría un par de días a Florida con todos los gastos pagados y tiempo disponible para ir de shopping, luego me mandaría a Cuba para tomar un merecido descanso en la playa, donde sería recibida por dos mulatos deliciosos y con mucho tumbao. Él no podía acompañarme, tenía demasiado trabajo. Como me tenía mucha confianza, a cambio me pedía que en Florida recogiera un paquete y lo entregara llegando al aeropuerto de La Habana, donde me estaría esperando un auto.

— ¿Quieres que haga de mula? — le pregunté sin dar crédito. Miré en mi torno buscando la cámara escondida. Pero no, en aquellos días no había cámaras en Belmondo.

— No, para nada, ¿cómo crees?

— Entonces, ¿qué coños me estás pidiendo?, ¿paquete de qué?, ¿por qué me ofrecerías un viaje y luego el servicio de dos acompañantes?, ¿por quién me tomas? — No lo digan, se pone mejor.

Muy ufana, busqué el bolsito que había dejado en el perchero para pedir mi cuenta y largarme de ahí: pues anda y vete que no estaba. Mi primera reacción fue reclamarle por la broma tan pesada, pero su gesto patidifuso me dijo que efectivamente me habían robado por segunda vez en su compañía. Sigo sin saber quién porque, como he dicho, en ese entonces en Belmondo no había cámaras de seguridad, las pusieron después del desmadre que se armó.

Calcetines me llevó a casa en su Mercedes, todo el camino con el sonsonete “piénsalo, mira, vamos el fin de semana a Cuernavaca, ahí te relajas. En la semana te mando un celular (otro móvil imaginario, supongo) para reponerte el que te robaron, en el fin nos vamos a descansar, bla bla bla”, dejé de escuchar, mi cerebro maquinaba cómo diantres iba a entrar a mi apartamento, pues esta vez me habían robado no solo el teléfono, sino el bolso con todo y llaves. Con el asunto de que este tipo me había visto cara de mula lidiaría después.

Recuerdo que la aventura para entrar incluyó despertar a mis vecinos y maniobrar con una pesada escalera bajo la lluvia; cuando logramos abrir la puerta, él resoplaba como boxer francés y lo encontré más pequeño que nunca. Recordé sus calcetines con las puntas flojas sobre los pulgares y dije “ya vete, todavía tengo que hacer cosas”. Esa fue la última vez que hablamos.

Hace unos años, viajé a Cuba por primera vez para atender el Congreso Internacional de Diseño de La Habana en compañía de Ashby Solano, ex estudiante, colega y muy querida amiga. Disfruté muchísimo la estancia y no, no entregué ningún paquete.

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Karla Paniagua R.
Karla Paniagua R.

Written by Karla Paniagua R.

Coordinadora de estudios de futuros y editora en centro.edu.mx

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