Deja que el conocimiento te cambie, con un carajo
Tenía siete años cuando mi mamá ordenó que les enseñara a los hijos de doña Lourdes, la señora de la limpieza. “¿Y qué les enseño?”, le respondí. “Pues lo que sabes”, me dijo agitando su palita de hacer milagros. Eran vacaciones de verano y quería asegurarse de que nos mantuviéramos ocupados.
Temiendo por la integridad de mi trasero, armada con gises y un pequeño pizarrón, puse manos a la obra. Mis estudiantes (Roberto, Juvenal y Marcos), tenían edades y retos diferentes. A Roberto se le dificultaban las matemáticas, Juvenal iba mal en lectura de comprensión, Marcos odiaba la escuela.
Mi primer curso fracasó por todos los costados. Yo era una profesora demasiado estricta y mis estudiantes no estaban de acuerdo en ir a la escuela en vacaciones. Se la pasaban exigiendo tiempo de recreo y lloraron cuando los reprobé, fantasma que me persigue hasta la fecha.
En mi habitación tenía un teléfono desconectado (no teníamos servicio telefónico en casa) y muchos documentos, yo jugaba a que estaba en mi oficina y hacía llamadas para reclamar cosas mientras ordenaba mis papeles, único momento de la vida en el que he sido juiciosa en ese aspecto. Estos juegos nada inocentes determinaron lo que vino después: mi esparcimiento se convirtió en oficio.
La siguiente experiencia de formación llegó cuando me volví asistente de catequista en la parroquia de la Asunción de María, en Aculco, Iztapalapa. Mi mamá era la titular y yo su ayudante. La veía estudiar, preparar materiales didácticos y esmerarse para que los niños y niñas se aprendieran los mandamientos y dejaran de pecar. Por fortuna, aprendí a ser asistente, pero no a dejar de pecar.
Entretanto, completé mi educación básica y media superior en el Colegio Motolinía, dirigido por las Misioneras de Jesús sacerdote, religiosas católicas dedicadas a la educación, a quienes les debo unas bases a toda prueba. Yo anhelaba ser monja para enseñar, como ellas; mi padre confesor me aclaró que para ser docente no era indispensable volverme monja.
“Quizás, tu llamado es ser maestra. Entonces, sé eso y así también podrás alabar a Dios. Si él quiere que seas monja, recibirás una señal que te confirmará tu vocación”, me dijo el padre Guillermo, liberando mi atormentado corazón. Sigo esperando el Google Invite de la vocación religiosa, quizás un día les dé la sor-presa.
Aún estaba en la preparatoria cuando me estrené como capacitadora externa en la Secretaría de Hacienda, donde mi mamá trabajó muchos años; ella me seguía ordenando “enséñales (a sus colaboradores)”, tal como en su momento lo hiciera con Roberto, Juvenal y Marcos.
Después fui a la universidad y, al término de la carrera, comencé a trabajar como ayudante de investigación en el área Comunicación, lenguajes y cultura de la UAM-Xochimilco, mi alma máter. Entonces el documentalista Cristian Calónico, que había sido mi maestro, me encomendó dar un curso sobre cine etnográfico. Allí experimenté por primera vez el trabajo con universitarios: la interacción era muy distinta a la que había vivido con el personal administrativo de Hacienda.
Por esos años hice la Maestría en Antropología social y me incorporé al Programa de Modernización de la Administración Pública del gobierno de México; allí facilité la formación de los vendedores de todas las librerías de la Ciudad y de los almacenistas del Fondo de Cultura Económica, que siguen estando en mi top ten de estudiantes más dedicados.
La ayudantía en la UAM solo podía mantenerse por tres años y, en la recta final, concursé para ser profesora-investigadora de tiempo completo. No gané la vacante, pero conocí a Diego Lizarazo, quien sí ganó la plaza y me invitó a asumir la cátedra de Semiótica que dejaría libre en la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Mis estudiantes de aquel entonces todavía recuerdan entre risas que nos separaban unos pocos años y les dije: “soy la maestra y soy muy perra” para tomar valor. Con el tiempo, asumí también la clase de Lingüística estructural y me volví consejera técnica del Colegio de comunicación hasta que una década más tarde, recibí el llamado de la Economía creativa.
Gabriela Traverso, Directora de gestión y desarrollo académicos de CENTRO, me escribió para invitarme a dar clases en la Maestría en Estudios del Diseño, donde a la fecha imparto los cursos de Teoría del objeto y Seminario de tesis I. También enseño en la especialidad en Visualización de datos, la especialidad en Diseño del mañana (que, de pasadita, dirijo), la Maestría en guión, la licenciatura en Diseño textil y moda, así como la Maestría en innovación y negocios de esta misma institución educativa. Este año también inicié mi colaboración como mentora en la Ingeniería industrial del ITESO. En el camino, he participado como profesora invitada en diversas universidades de Colombia y Estados Unidos y he facilitado grupos de la más amplia variedad dentro y fuera de México.
Tal como dice Mihály Csíkszentmihályi, cuando fluyes, incluso la idea de la felicidad se vuelve un distractor. Aún no llega el día en el que mi curiosidad y ganas de aprender no se vean alimentados, y procuro honrar mi trabajo con todo lo que tengo. Enseñar y escribir es lo mío.
Este año cumplo 20 años (tomando como referencia mi primer curso como profesionista) creando rutas para que las personas cambien.
Gregory Bateson afirma que aprender es cambiar significativamente. Cuando adquirimos un conocimiento nuevo, nos transformamos. Pero esto no sucede sin fricciones, tal como no es posible caminar o correr sin que nuestras plantas hagan fricción en el suelo. No hay trabajo sin fuerza por distancia.
Aún a Neo, quien aprendió Jiu-Jitsu y Kung-Fu en pocos segundos estando en la nave Nabucodonosor (The Matrix, 1999), le hicieron un tremendo boquete en la base del cráneo por donde le conectaron un aparato similar a la espada de Damocles. El elegido experimenta dolor, transpira, se sacude y sobresalta antes de afirmar: “¡Sé Kung-fu!” Muchas personas omiten estos detalles cuando fantasean con aprender “fácilmente” como él.
Al aprender, no todo puede ser fácil o indoloro, ni todo el conocimiento parecerá relevante o inmediatamente aplicable; incluso, el proceso puede involucrar actividades aburridas. Aburrirse es tan relevante como emocionarse ante el descubrimiento, el orgasmo perenne se considera una patología.
No creo que la letra entre con sangre, aunque en el caso de Neo esto no podría ser más cierto, pero reconozco que aprender sí es incómodo por ratos y demanda el esfuerzo de todos los involucrados. Nuestro reptiliano quizás se resista, pero es preciso conocer para volvernos humanos, siguiendo a Clifford Geertz.
Desde hace unos años enfrentamos un serio problema de superficialidad, como bien expone Nicholas Carr en The Shallows. What Internet Is Doing to Our Brains? Adiestrado para la recompensa rápida, el cerebro brincotea de un lugar a otro en busca de estímulos sin que ello implique saber más, transformarse significativamente en el sentido batesoniano. La batalla por librar es larga aún si queremos resolver este problema.
Con estas líneas refrendo mi compromiso por hacer lo mío porque a eso vine a este mundo, pero mis esfuerzos y los de mis colegas apasionados de su trabajo resultarán vanos sin la colaboración de los y las estudiantes.
Así que dejen que el conocimiento les cambie y hagan su parte, con un carajo.