Derecho a las correcciones
Tiburcio Espericueta Reyna fue el primer profesor en ponerme un soplamocos en la universidad. Otros lo hicieron en los años previos, pero no recuerdo una llamada de atención que me haya avergonzado tanto.
Yo acababa de argumentar algo en relación a Kuhn y las revoluciones científicas. Lo hice con plena convicción de mis razones, pero estaba equivocada.
— Paniagua, esa es una tontería. Lo que Kuhn quiere decir es esto, esto y esto — dijo manoteando en el aire, con cara de preocupación por lo que Kuhn pensaría desde su tumba. Fue preciso y tardé el resto de la clase en recuperar el color habitual de mi piel. Nunca olvidé lo que me explicó.
No me gusta la manera en la que me corrigió, pero reconozco que fue efectivo. También sé que cuando estás aprendiendo, no toda la retroalimentación viene envuelta en algodones y darte cuenta de que estás equivocado puede ser incómodo.
Otros profesores siguieron a Tiburcio e hicieron su trabajo corrigiéndome; ya en otra ocasión he hecho referencia a mi querido profesor Louis Meandly, que tampoco tenía empacho en decir “eso es una pendejada”, pero suavizaba el llamado de atención con sentido del humor, con lo cual caía menos pesada la medicina.
Como docente procuro devolver el gesto (que no el trauma) y corregir a mis estudiantes cuando noto un error en la argumentación, acto constructivo que a veces me devuelven cuando yo meto la pata. Así, clase a clase vamos amasándonos como alfareros, construyendo nuestro pensamiento mediante juegos lingüísticos.
Me preocupa que, de unos años para acá, a los estudiantes les cae mal la retroalimentación. No a todos, claro está. Reconozco además que con la edad he perdido cierta capacidad para la diplomacia: gesticulo mucho, abro los ojos y no digo “eso es una pendejada” pero a veces lo insinúo con mi lenguaje corporal.
Observo detrás de ese sentimiento (el de los estudiantes que ven heridos sus sentimientos frente a la corrección) el supuesto de que el aprendizaje debe tener siempre un aterrizaje suave y feliz. Mejor aún, que el aprendizaje no está libre de fricción: jamás escuché algo tan estúpido.
Para aprender, es preciso equivocarse y, si no estás en posibilidades de darte cuenta del error, el profesor debe hacértelo notar. Para eso le pagan, además de para crear la ruta y el escenario propicio para que te equivoques y aprendas del error.
La clase es un terreno seguro para decir tonterías pero alguien debe señalarlas, aunque eso incomode.
Aprender no siempre será terso. En mis clases suelo decir que aprender debe ser emocionante, pero el pánico, la frustración, el asco y el fastidio son también emociones.
Cuando tomo clase (para ser profesora debo estudiar de forma constante), espero ejercer mi derecho a la corrección. Espero que alguien me haga notar si me estoy equivocando para evitarme sinsabores en el mundo. De esta forma, el profesor expresa su compromiso conmigo, “no dejaré que te pase esto allá afuera”, es lo que me dice este gesto.
Así que, cuando tomes una clase y el profesor te corrija (siempre que sea con razón y con respeto), recuerda que tienes derecho a las correcciones. Ejércelo.