Doctor sonrisas
Quizás porque son los dos extremos del mismo tubo digestivo, la dentista se confundió y trató mi boca como el culo. Lo cierto es que ningún culo se merece una tortura semejante.
Comprendo su furia. Dejé de hacerme la profilaxis anual a causa de la pandemia y recién volví para una limpieza a fondo: aquello fue un auténtico rescate de mi dentadura, oculta bajo los escombros de vaya usted a saber qué masacre. Había cierta saña en sus movimientos, ¿por qué lo sé? Conozco la diferencia.
La situación me hizo recordar a quien durante casi dos décadas fue mi dentista de cabecera, Ernesto Tam Chi. Elegí su nombre de entre muchos en la Sección Amarilla porque pensé que al ser de ascendencia china, resultaría un gran odontólogo.
Cuando llegué a su consulta, había pasado por las manos de varios “profesionales” que saldrían muy bien puntuados en la escala de evaluación de Hare. En resumen, usaba una placa dental removible que se me salía a la menor provocación, por lo que no mostraba los dientes para sonreír.
“¡Hola!, ¿tú eres la recomendada de *?” Me preguntó. Yo lo miré en silencio y antes de que pudiera decirle “no, la verdad no”, él tomó por buena mi respuesta y agregó “¡qué bien, te voy a hacer un descuento!” Revisó con minucia el estado general de mi boca y dijo: “Creatura, puedo imaginar cuánto has batallado. Hoy te vas con sonrisa nueva.” Pensé que metaforizaba, pero ese día me hizo una placa temporal que era mil veces mejor que la que traía.
Ernesto Tam era un tipo grandioso, no por su ascendencia china (o tal vez sí, ¿quién puede decir lo contrario?), sino por varias razones que les compartiré a continuación:
- Epistefilia. Cuando iba a visitarlo, siempre tenía una nueva adquisición, un nuevo instrumento, producto, material, todo destinado a mejorar la experiencia y sus resultados. Ernesto siempre iba a congresos, leía revistas científicas y libros especializados para mantenerse al día; amaba saber todo lo posible sobre su tema. Como los pacientes debíamos abrir la boca y callar toda la consulta, él aprovechaba esa unilateralidad forzosa para llenar el silencio con información relevante sobre odontología, pero también sobre el mundo. Siempre tenía un libro, un programa, una serie, una película, una anécdota para recomendar. En suma, era un tipo curioso que amaba conocer y compartir lo que sabía.
- Sentido de propósito. Ernesto profesaba la filosofía del no dolor. Anestesiaba lo mínimo necesario y sus manos eran muy ligeras, reduciendo al máximo posible las fricciones de cada procedimiento. En cierto punto, le entregaba al paciente un espejo para hacerle partícipe de todo lo que estaba sucediendo en su boca, “vamos a poner resina acá, observa cómo voy a maniobrar, ¿viste eso?, ¡qué bien está quedando el puente!”. Recuerdo que aprecié la belleza de mis nervios mientras me hacía endodoncias con un micromotor de última generación, explicándome cada paso y sin generarme molestias. Su propósito en la vida era diseñar sonrisas, mandato que tenía claro y que guiaba su proceder.
- Fluidez plena. Mi dentista se gozaba a fondo cada sesión de trabajo, pudo haber sido un caso de Csíkszentmihályi sin problemas. Su unidad estaba frente a una ventanota que me daba vértigo porque el tiro era muy bajo; recostado en la unidad, uno podía disfrutar el procedimiento en el espejo o el cielo y las nubes recortados por la ventana. Ponía música, tarareaba, arengaba a sus ayudantes (“A ver, Anita, tráete el Ostell”), parloteaba lleno de contentura, “¡ay qué bárbara, mira esa sonrisa!”, contemplaba con atención su obra y actuaba como si no hubiera cosa más relevante en el universo que el diente que estaba tratando.
- Formación de cuadros interdisciplinarios. Ernesto siempre colaboraba con otros profesionales más jóvenes, a quienes formaba y de quienes aprendía, incluído su hijo, el también cirujano dentista e implantólogo, Ernesto Tam Obregón. Cuando mi odontólogo confeccionó los jackets que espero me acompañen hasta la tumba, convocó a un joven pintor de dientes (“¡es un súper artista!”, anunció) para que viera el color de mis piezas naturales y así darle el acabado correcto a las nuevas.
El día que estrené dientes, lloré de alivio. Al fin podría carcajearme con la boca abierta, cosa que hago cada vez que puedo, muchas veces ante situaciones que no corresponden.
Poco antes de la pandemia me llamaron del consultorio para recordarme que ya me tocaba la limpieza anual, así que acudí. Me recibió Ernesto Tam hijo. Al término de la consulta, le pregunté cómo estaba su padre.
“Él falleció hace cuatro meses”, me dijo con la cara descompuesta. El doctor Tam Chi era diabético, su vista se había deteriorado mucho, obligándolo a retirarse del consultorio, cosa que lo deprimió sobremanera. En poco tiempo se nos fue a poner coronas al otro plano; por eso los ángeles andan por ahí, luciendo sus sonrisas divinas.
Mientras la sociópata que me atendió en estos días extraía toneladas de sarro de mi boca y empujaba el ultrasonido a fondo para hacerme pagar por cada vez que no usé hilo dental, honré a Ernesto Tam y a los profesionales que, como él, vienen a este mundo para dejar algo más que Dióxido de Carbono.
Gracias por mi sonrisa, querido Doctor :)
*Coloque el nombre de su persona famosa favorita, a quien por supuesto, yo no conozco.