Haciendo tangos
Bailar es una de mis grandes pasiones desde que era niña. Vivíamos en un edificio de interés social y mi mamá me daba permiso de ir a las fiestas que organizaba la señora Naty, nuestra vecina de abajo. En esas fiestas descubrí a la Sonora Santanera, la Sonora Dinamita, los Ángeles Azules, Willie Colón, Héctor Lavoe, Grupo Niche, entre otros.
Aprendí mis primeros pasos observando cómo lo hacían los adultos, mi pareja de baile eran Julio, el hijo de la señora Naty, y los demás niños invitados a la fiesta.
Cuando crecí, empecé a bailar en las fiestas de quince años de mis amigas, aunque muchas veces me quedé sentada porque tenía cara de niñita y los muchachos no querían bailar con la hermana menor de nadie.
Años más tarde, mi mamá se enamoró de quien se convertiría en su pareja de toda la vida, un señor muy diestro para pegar y bailar, en sus propias palabras. Él solía poner música en la casa y le pegábamos al ritmo.
En la universidad hacíamos tardeadas después de las clases y ahí también movíamos el bote hasta perder el estilo. Ya siendo una adulta independiente, durante años salí a bailar con mis amigas Alejandra, Cristina, Paulina, Rocío y Selvia, lo mismo a videoclubes que a cantabares: el Pedro Infante no ha muerto, mejor conocido como “El Peter”, siempre fue mi favorito. Podías ver videos del recuerdo y bailar muy a gusto con los parroquianos; llegábamos antes de la medianoche y salíamos al amanecer, bien servidas y bailadas.
Mi ex estudiante y amiga Isabel Casas se enteró de mi afición y me convocó a su maravilloso grupo de danzarinas Flower Power, con quienes conocí el Sociales Romo, salón de baile tradicional con música en vivo. Una gloria absoluta.
Del Sociales recuerdo haber salido más de una vez con los pies al rojo vivo tras intensas sesiones de salsa, cumbia y merengue. Una vez bailé tanto que me salió humito de la cabeza.
Ahora figúrense que, amando tanto el cadereo, me fui a casar con un norteño más tieso que columna jónica. Intenté enseñarle a bailar en un par de ocasiones y fracasé rotundamente.
Así pues, Fernando y yo decidimos aprender a bailar tango. Es un reto para ambos, nos emociona desarrollar una habilidad nueva: afirma Natalie Nixon en su libro The Creativity Leap que hay que ser el estudiante torpe de algo y, en este caso, somos súper torpes.
Un día llegamos a pedir informes con la cara del perrito que tiene unos pedillos y el profesor suplente nos dijo “pueden pasar y caminar con nosotros”. Yo me dije: pues caminaremos, sabrá dios a dónde. Vencí el miedo y la vergüenza de no llevar vestimenta ni calzado adecuados. Luego llegó la maestra titular, nos pusimos blanditos y ella nos amasó como arcilla, diciendo “hagan así, y así y así y así”.
En el tango se entrenan el balance, la fluidez, la coordinación, la fortaleza física, la comunicación somática y gestual, la cadencia y, por supuesto, la seducción, solo por mencionar algunas de sus bondades.
Hasta ahora hemos aprendido a caminar, salir, haceraperturas, ochos y ganchos, bolear, pivotear, adornar y otras monerías que tendremos que ir puliendo antes de estar en condiciones de mostrarnos al mundo sin deshonrarnos. Por ahora, a la clase de tango vamos con curiosidad y susto de principiantes.
Y tú, ¿de qué eres un estudiante torpe?