La maestra, los quesos y el campo de los ciruelos

Karla Paniagua R.
5 min readDec 22, 2022

--

Escucho con atención el audio que mi maestra de la vida me envió. En él, me cuenta algo que le pasó en fechas recientes y me desea felices fiestas. Me subo a la máquina del tiempo y vuelvo al salón del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social CDMX, donde hace un millón de años tomé su clase de Análisis del discurso.

Su presencia, su desenvoltura, su agudeza, me fascinaban y daban miedo. Si te pillaba cachando mocos, sacaba su katana de palabras y ¡zap! te hacía cachitos.

En ese curso me la pasaba encendida como flama. Seguro les ha sucedido: cuando aprendes algo relevante y haces sinapsis, algo cambia en tu cuerpo. Yo me ruborizo y me sube la temperatura corporal; en Análisis de discurso me la pasaba con los cachetes como manzanas escarlatas.

La profesora exigía absoluta concentración en el texto que iba a discutirse en clase y que todo el mundo debía traer preparado a conciencia. Una vez, me pilló con un libro de un autor ajeno y me preguntó que qué-otra-cosa-que-no-era-de-la-clase-estaba-osando-leer, mientras desenfundaba su katana. Con un hilo de voz, balbuceé que ese autor tenía otra propuesta acerca del concepto de ideología y que me interesaba por tal y tal razón. Ella se quedó pensando unos segundos, contó una anécdota relacionada con ese autor**, guardó el sable, espetó un “bien” y siguió la clase mientras yo levantaba del suelo los pedazos que se me habían caído por la adrenalina.

Aprobé con éxito el curso, me gradué de la Maestría, continué visitándola periódicamente y, cuando llegó el momento de realizar mi tesis doctoral, vencí el miedo para pedirle que me dirigiera.

Ahí empezó el siguiente capítulo de nuestra historia. Me recuerdo escuchando sus indicaciones para modificar el capítulo II y me ruedan las lágrimas, agobiada por todo el trabajo que implica corregir la maldita tesis doctoral, que qué pinches bonita quedó, para qué finjo que no. Aquí pueden curiosearla como libro publicado.

Después del doctorado nos mantuvimos en contacto, porque en este vaivén del aprendizaje que no es sino otra expresión del amor, empezamos a conocernos, a caernos bien y a compartir situaciones más allá de las clases y la investigación. Todo esto forma parte del episodio “Aventuras con MI AMIGA en las que el binomio maestra-alumna es relativo”, del cual les comparto una viñeta.

Cierto día cercano a la Navidad, me invitó a su casa de descanso, una cabaña en un campo señorial lleno de perritos y ciruelos. Mi esposo y yo llegamos al portón, tocamos la campana, nadie atendió. Le llamé varias veces por teléfono, no contestó el móvil. Consideré que tal vez se había olvidado de la cita o que algo malo le había sucedido. Después de meditarlo un rato, miré en mi torno para asegurarme de que ningún vecino llamaría a la policía y trepé por la reja.

Apenas toqué el suelo después de una batalla campal contra la falta de elasticidad, Fernando corrió el cerrojo y abrió la puerta desde el otro lado para hacerme notar que había estado abierta todo el tiempo. “Por favor, no le digas a nadie”, le pedí antes de aventurarme en el campo para alcanzar la puerta de la casa. “¡Hola, hola, hola, hola!”, gritaron los perritos al unísono, escoltándome hasta la entrada.

Toqué un par de veces y, finalmente, decidí allanar la morada. Estaba buscando huellas de un posible crimen, cuando escuché a mi maestra en el piso de arriba, moviendo cajas, “¡qué bueno que ya están aquí!”, me dijo sacudiéndose las manos e ignorando la faena que acababa de librar en su porche.

El resto de la tarde se nos fue en conversación, risas, vino y sabrosa comida. Cada vez que ella abrió la boca, nos compartió una perla: se me enrojecieron muchas veces las mejillas y no a causa del vino.

Me siento afortunada de poderle decir a mi maestra de la vida que lo es. Su amistad es un regalo que no esperaba cuando iba a sus clases, toda afectada por el temor, pero ávida de aprenderle. Cuando le cuento cómo me sentía en aquel tiempo, se parte de la risa.

Junto con otros profesores a quienes aprecio y con quienes mantengo el vínculo hasta la fecha, mi maestra me inspiró a cultivar la relación con ciertos estudiantes extraordinarios que me han favorecido con su amistad.

A lo largo de los años he compartido bodas, nacimientos, bautizos, celebraciones de cumpleaños, presentaciones de proyectos, premiaciones, pérdidas personales y otros hitos de estos seres luminosos que conocí en un salón de clases. Nos hemos visitado mutuamente, hemos compartido la fiesta, la comida, la borrachera; he conocido a sus amores, me he vuelto tía de sus hijos, he escuchado sus desazones, han oído las mías. Una vida después de ese primer encuentro en el que se funda el binomio maestro-estudiante (que, insisto, es relativo), la membresía se sabe perenne.

Le respondo a mi maestra tomándome el tiempo de seleccionar cada palabra porque sé que si la cago en la sintaxis o en la ortografía, me reprobará. Me importa hacerle saber que he aprendido, que sigo siendo su estudiante de la vida, que la pienso, le envío cariño y que, en la primera oportunidad, volveremos al campo de los perritos y los ciruelos.

Felices fiestas, por cierto.

** La anécdota no es mía, pero me tomo la libertad de contarla porque está simpática. Resulta que mi maestra, una de las analistas del discurso más cabronas y reconocidas del mundo, había asistido a un congreso en el que coincidió con el intruso. En la cena de gala del congreso se sentaron en la misma mesa y compartieron una tabla de quesos gourmet. El susodicho consideró necesario explicarle a mi maestra los diferentes tipos de queso y allí firmó su sentencia: “sé perfectamente qué quesos son”, le espetó ella al explicador. Sin saberlo, me estaba jugando la vida cuando llevé el libro del manspleiner a la clase.

--

--

Karla Paniagua R.
Karla Paniagua R.

Written by Karla Paniagua R.

Coordinadora de estudios de futuros y editora en centro.edu.mx

No responses yet