Para Amanda
— Por favor, cuida a Manfred. — Me dijo empujándome sobre el asiento y asegurando las abrazaderas. Depositó su preciada joya sobre mis piernas y retrocedió sin mirar atrás.
— Pero espera, ¿cuándo… — La puerta se cerró antes de que terminara. Debía ajustarme al plan, “llegando al cruce del PEM, enciende el detector, el mecanismo es automático.”
Esperé en la obscuridad, ¿dónde estaba el interruptor? Debía encontrarlo pronto y poner a trabajar el filtro o nos asfixiaríamos dentro de esa canica anaranjada. En alguna de las múltiples bolsas del chaleco debía traer una linterna; el filtro de agua me estaba taladrando las costillas.
— Cuiiii, cui, cuuuuui, cuiii — me llamó Manfred. ¿Cuánto tiempo llevábamos ahí? La cápsula no se había movido. Metí al cobayo en el compartimento lateral que ya estaba preparado, de inmediato brincó a su calcetín. Yo también quería esconderme en un calcetín, pero me limité a inspeccionar el resto de las gavetas, esperando alguna señal del exterior. Nada.
Pensé en la cara de Amanda un segundo antes de que cerrara la cápsula ¿Cuándo volvería a verla? Me advirtió que no me quitara el chaleco, pero el filtro de agua me estaba matando, liberé uno de los cinturones para facilitarme el movimiento. Resultó que no era un filtro, sino un hacha pequeña “¿por qué demonios la puso ahí?”, me rasqué la cabeza. Ella y sus exageraciones. Insistí en que había espacio suficiente para dos: “es más factible que encontremos al clan si nos separamos”, fue lo último que quiso alegar sobre el tema.
Intenté ponerme de nuevo la abrazadera, pero no atinaba a la ranura. Entonces, la cápsula se sacudió como un guaje en el que Manfred y yo éramos las semillas. Un rugido se fundió con el fragor del edificio haciéndose añicos, algo apachurraba la estructura entera, como si se tratara de una esponja. El cuí prolongado de Manfred lo decía todo.
La cara de Amanda vino a mí: “respira, vigila los monitores, encuentra el pulso, busca al clan.” Y a ti, ¿cuándo podré irte a buscar?
No sé cuánto tiempo duró el trajín. Sé que abordé la cápsula de emergencias en el piso 27 y ahí adentro el tiempo se comprimía y se estiraba arbitrariamente. Nos agitamos a un punto tal, que dejé de luchar por incorporarme; con el culo en el lugar de la cabeza, sentí que volábamos, como si una gran resortera nos hubiese arrojado por el aire.
Caímos en alguna parte. Encendí la función de buscar el PEM, comenzó a sonar un pip pip pip. Logré acomodarme de nuevo en el respaldo y ponerme las abrazaderas. Un pedazo de clavícula se me asomaba a través de la piel, lo puse en su lugar hasta donde el espacio y la molestia me lo permitieron, “ya habrá tiempo de arreglarlo”, me dije, como si mi hueso roto fuera la valenciana descosida de un pantalón.
El cobayo también había rodado dentro de su guarida. Hurgué en las gavetas, me arrojé dos comprimidos y un sorbo de agua a la boca, le di a Manfred algo de comer. Nos desmayamos con el pip pip pip de fondo.
Para cuando desperté, la función de rastreo seguía pulsando, pero no nos movíamos y sobre nosotros pesaba un mundo de escombros. El PEM estaba en algún lugar, riéndose de nosotros, ¿y si ahí terminaba todo?
Amanda siempre criticó mi incapacidad para pensar de manera optimista. “Solo espera un poco más”, me ordenaron sus labios. Busqué en el chaleco mi cuadernito de garabatos para matar el tiempo.
Empecé a convencerme de que Manfred y yo moriríamos en ese hoyo en las próximas horas. Si no de hambre, de zozobra. Mientras dibujaba, se me ocurrió que Amanda había colocado el hacha dentro de mi ropa para burlarse, “por si acaso no encuentras el PEM y tienes que cavar un túnel”. Solté una risotada, ella sabía que yo no pelaba ni un cable.
Salir de la cápsula no era una opción. Las lecturas indicaban toneladas de material arriba y a los costados de nosotros, además de quién sabe qué otros peligros en los alrededores, eso en el remoto caso que pudiésemos alcanzar la superficie. Nuestra mejor alternativa era entrar en la trayectoria del pulso electromagnético y transportarnos atravesando el mar, que debía estar a pocos metros.
— Cuii, cui, cuiii — llamó el cuyo. Lo saqué de su guarida y lo mimé un poco para tranquilizarlo. ¿Eso fue una sacudida o son mis nervios? Experimenté otra vez la misma sensación. Por si acaso, devolví a Manfred al calcetín, aseguré la puertecita y me quedé esperando con la vista fija en los monitores. Efectivamente, nos movíamos. La cápsula volvió a sacudirse, esta vez con más vigor. Verifiqué mis abrazaderas, la clavícula me pulsaba, como diciendo “aquí estoy y sigo rota”.
El pip del buscador aún no marcaba positivo: eso que nos movía no era el PEM atrayendo la cápsula de emergencia. Quise pensar en algo bonito, por si acaso era la última vez.