Poochie y la música de banda
Viví en la colonia Del Mar (Tláhuac) por quince años, ahí y en Iztapalapa aprendí a andar con un cuchillo entre los dientes, como Rambo.
Mi mamá tenía una buena amiga y vecina del trabajo, se frecuentaban y poco a poco, la amistad se hizo extensiva a las familias. Nos invitaban a sus festejos (matrimonios, comuniones, bautizos, graduaciones), nos hicieron un lugar en su casa y en su corazón.
Como este vínculo se desdobló en padrinazgo, mamá pronto tuvo ahijados de velación y de bautizo. Entretanto, yo compartí con los hijos que eran mis coetáeos, en particular con el de en medio, a quien apodaban Poochie por su baja estatura y gran cabeza.
Mi mamá era el mismo Heinrich Müller en lo que se refiere a los permisos y la disciplina. No me dejaba ir a fiestas; si tardaba más de la cuenta en llegar a casa, me iba a buscar a la universidad para traerme de las greñas y a quien se me acercara con segundas intenciones, le aplicaba la técnica de los cinco pasos para explotarle el corazón, como en Kill Bill. Pero con Poochie, me dejaba ir a todos lados.
Entonces, aproveché esta licencia. Con él fui a la disco, al carnaval de Tláhuac, a las fiestas. En su compañía adquirí un poco de la calle que tanto me faltaba. Un día, me preguntó si sabía bailar banda, “¿qué es eso?”, dije. En respuesta, me llevó a un baile en el corazón de la alcaldía, se organizó en un galerón gigantesco que antes era de la Compañía Nacional de Subsistemas Populares (CONASUPO).
Poochie fue muy claro en sus indicaciones: el código de vestimenta debía ser camisa, pantalón y botas vaqueras. Recuerdo que cuando llegamos, caían gotitas de sudor del techo, tal era el hervidero de personas congregadas en el foro. Esa noche tocaban Banda Machos, El Recodo y Los Recoditos, a quienes jamás había escuchado mencionar, ¡y vaya sorpresa que me llevé!
Yo había cumplido con la etiqueta al pie de la letra, me había hecho de unas botas vaqueras con flecos que hacían juego con mi camisola de seda. En principio pensé que sería algo estilo slow country, pero la gente estaba bailando de una manera intensa y acrobática. Apenas entramos, un vaquero me invitó a bailar; volteé a ver a Poochie, “no sé cómo hacerle”, le dije, “tú nomás ponte flojita”, me guiñó.
Y para qué les cuento la bailada que me puso ese ortopedista que me acomodó hasta los huesecillos del oído. Recuerdo que me indicaba cuándo respirar y cómo balancearme, manteniendo las piernas semiflexionadas para proteger las articulaciones: sin darme cuenta, ya estaba volando y al rato, hasta tenía mi propio sombrero. “¿No que no sabías bailar?”, dijo Poochie azorado.
De ahí en más, en mi casa no me vieron el polvo en mucho tiempo. Con botitas y sombrero me iba a bailar banda al grito de “¡voy con Poochie!”
En Tláhuac existe un centro de espectáculos llamado El Rayo, mítico lugar donde conocí a Los Tucanes de Tijuana, Los Cadetes de Linares, Mi Banda el Mexicano y muchos grupos más cuyas canciones escuché y bailé, quebrándome y volando por los aires como es debido. Yo nada más dejaba que el ritmo me poseyera y me ponía flojita, como me enseñó el profesor.
En días recientes que la más mínima actividad física me manda a la lona, recuerdo esos tiempos y me digo “y sin embargo, volaba”.