¿Toco o no toco el piano?
Tenía seis años cuando mamá me regaló un piano vertical de cumpleaños. Fue un regalo peculiar: yo no había dado señas de tener intereses musicales, no tocaba ni la puerta, vamos.
Ella soñaba con tener una hija pianista.
El primer maestro particular me enseñó la diferencia entre una nota menor y una mayor, de ahí en más no aprendí gran cosa. Después intentamos con otro de la FAM que me enseñó a leer la partitura, pero de tocar, nada.
Los avances significativos ocurrieron gracias a Alejandra Bridger, quien me enseñó con el curso de John Thompson. Entonces mis manos y pies comenzaron a producir melodías: la primera vez que sucedió, me sorprendí mucho.
Vino mi primer recital, interpreté Nadia’s Theme de Mancini. Entonces Bridger habló con mi madre: yo tenía talento para el piano, habría que tomar una decisión para meterme a clases intensivas y planear mi futuro en la música.
Las recuerdo conversando como si yo no estuviera. Ni mi madre ni mis maestros preguntaron si el piano me gustaba. Para mí era como una tarea más: solo estaba cumpliendo con lo que se me indicaba.
Pasó el tiempo, continué con el curso de Thompson, se acercaba mi siguiente recital y gracias a unas jícamas del infierno me dio fiebre tifoidea y salmonelosis. Pasé noches delirando y mamá dijo: “son muchos los gastos médicos, debería vender el piano, pero si realmente te gusta y vas a seguir en esto, mejor vendo el carro”.
Yo era demasiado pequeña para enfrentar ese dilema. Le respondí: “vende el piano”, después de todo, ni yo misma sabía cómo me sentía al respecto. Ahí concluyó la historia del piano vertical y las clases en el estudio.
Pasaron los años y ya siendo medio viejos labregones, mamá nos compró a mi hermano y a mí un teclado; contrató a un amigo que tocaba en fiestas para darnos clases, a ver si ahora sí se le hacía el milagro de tener una hija o un hijo músicos. No pasamos de la primera semana. El teclado terminó olvidado en la bodega.
A diferencia del piano, ante el que nunca pude definirme, desde niña me gustó escribir. Bien, mal, como sea: desde el primer segundo en que toqué las teclas de una máquina (a los siete, con dos deditos, una Olivetti de la Biblioteca Daniel Cosío Villegas del FCE) y escribí un poema, ese veneno me consumió sin que supiera cómo.
En mi primer trabajo como egresada de Comunicación Social en la UAM-X, colaboré como ayudante de investigación en el área Comunicación, lenguajes y cultura de mi alma máter. Una mañana cualquiera, mi mentor y jefe, Luis Lorenzano, me dictaba el párrafo de una conferencia y yo lo transcribía en la computadora. Él comentó sonriendo: “qué bonito escribes, parece que estás tocando el piano.”